En estos primeros días de frío, como hace ya varios años, se habla de energía. De escasez de energía más precisamente.
Las lluvias del verano y otoño no fueron suficientes para llenar las represas, y por tanto, habrá menos capacidad de generación eléctrica de lo que necesitan los friolentos Uruguayos.
Evidentemente eso es una simplificación burda de la compleja realidad energética, en un contexto de enorme crecimiento de la actividad industrial, rispideces con nuestro principal proveedor de energía, un marco regulatorio entreverado, una política contradictoria en el mejor de los casos, y una crisis energética a escala global de la que no somos ajenos, aunque queramos.
De cualquier manera las razones de fondo siempre requieren soluciones de largo plazo, y lo concreto es que ahora, en este momento, tenemos que consumir menos energía, así de simple.
La reacción del Ministerio de Energía fue implantar un plan que prescribe ciertas medidas de ahorro obligatorio para el sector público y otras voluntarias para el privado (residencias, comercios e industrias).
Estas medidas de ahorro voluntario fueron difundidas por los medios de comunicación como obligatorias, compulsivas, y me costó bastante convencer a mi abuela de que no, que nadie le iba a poner una multa por dejar la luz del porche prendida, así que no debía levantarse más temprano para apagarla.
La forma en que se propagó esta falsa información me sorprendió. Me costó aceptar que la población acataría una intromisión así de fuerte en sus vidas privadas. Después de todo, lo único que rige el consumo de electricidad son los contratos de los particulares con UTE, y nada en dichos contratos prevé semejante locura.
En el contexto de una economía de libre mercado como la nuestra, la única forma que tiene UTE de disminuir el consumo de energía eléctrica, es manipular la estructura tarifaria para fomentar el ahorro por parte de la población, quienes ejerciendo su libertad como consumidores podrán elegir si ahorrar o no.
Libertad de consumo, claro. ¿Pero a qué costo?
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