A Praha llegamos desde Berlín, por tren, como a casi todos lados. El convoy estaba compuesto principalmente de vagones húngaros, ya que el trayecto completo de su viaje terminaba en Budapest.

Por un azar de las reservaciones de asiento, nos tocó uno de fumadores, cosa que molestó a mi compañero de viaje, especialmente porque el veterano que compartió el asiento con nosotros hasta Dresden no paraba de pitar unos puritos bastante hediondos.

Es probable que la llovizna que nos acompaño, más esas dos cosas, el primer vagón no alemán de la travesía y la fumata aledaña, acentuara la aprehensión que me acompañó todo el trayecto.

Pongámonos en perspectiva, hacía menos de diez días que habíamos salido de casa, y acabábamos de acostumbrarnos a Alemania, el alemán, los euros, y especialmente, a nuestra condición de viajantes. La idea, entonces, de ir a una ciudad dónde se hablaba un idioma completamente desconocido, donde deberíamos manejar una moneda distinta y por sobre todas las cosas, donde debíamos interactuar con gente que imaginábamos con ganas de ventajearnos (aún a sabiendas de nuestros prejuicios) me resultaba muy poco atractiva. Aún así deseaba ir a la República Checa, precisamente por todo eso.

A esto se suma aquello que aprendí después (pattern recognition), y que ya les comenté al hablar de Münster, la inevitable inercia/apego para moverse de un sitio a otro.

En la segunda mitad del trayecto, luego de la frontera y nuestro primer encuentro con los controles de pasaporte sobre un tren, el vagón estaba prácticamente vacío. Lo único que recuerdo es a un par de chicas húngaras que no pararon de hablar durante las últimas dos horas y que casi vuelven loco a mi amigo. Claro, el húngaro para alguien que nunca lo escuchó, y que no desea hacerlo, puede resultar bastante exasperante debido a su particular entonación (con acento en la primera sílaba de cada palabra, y en la primer palabra de cada frase, tanto en preguntas como afirmaciones). Sólo me apiadé de él casi dos meses más tarde, en mi viaje de 12 horas de Budapest a Marosvasarhely en un Vectra (Opel, claro), con 3 chicas húngaras chusmeando y casettes de los 90 como banda de sonido.

Pero esa segunda mitad fue increíble por otra razón. A diferencia de Alemania, dónde todo son túneles y puentes, del lado checo la vía del tren corre por el fondo del escarpado valle del Elba. Y esa tarde, además de lluvia había niebla, volviendo el espectáculo del paisaje algo difícil de transmitir y casi imposible de fotografiar, especialmente en movimiento.

La llegada a Praha fue sencilla. Teníamos las instrucciones precisas de qué hacer para ganar el hostel desde la estación de tren. Cambiamos la menor cantidad de dinero posible en la misma, compramos el pasaje del único viaje en metro que haríamos en la ciudad y luego de arrancar para el lado incorrecto al bajarnos del velocísimo y moderno subte, arribamos al hostal del IYH , y salimos a comprar paraguas, momento en que luego de varios cálculos complicadísimos para pasar de pesos-a-euros-a-coronas caí en la cuenta que la CHK estaba a la par con el UYP.

Recién en ese momento, cuando habíamos almorzado, comprado más pesos checos a un excelente cambio, estando registrados en el hostal y blandiendo nuestros flamantes paraguas ultralivianos, sentimos que habíamos llegado a Praga.

Metadata:
Este artículo pertenece a una serie sobre Praga, que iré publicando en estos días a modo de cumplir con el pedido de piques por parte de una amiga que está por visitar esa ciudad. Como no tengo muchos, los disolveré en relatos para zafar con un mínimo de elegancia.