El terral que soplaba esa tarde les traía desde el barcito playero y de forma intermitente, una balada melosa que bien podría ser de Drexler como de Jack Johnson.
Ellos, sentados en la arena eran parte y a la vez espectadores de la dinámica que se desenvolvía a su alrededor. Reconstruían la noche anterior, miraban a la gente y decidían si comprar o no las empanadas vegetarianas para matar el hambre, o un agua para paliar el efecto del despiadado sol de enero. Nunca se acordaban de agarrar suficiente plata antes de salir.
l estaba incómodo. No había logrado persuadir a sus amigos de sentarse más cerca del mar, tenía calor y algo de resaca, pero sobre todo, su incomodidad estaba asociada con la gente que lo rodeaba.
No es que se sintiera incómodo con sus compañeros de campamento. Es verdad que no tenía confianza más que con uno o dos, y que a veces necesitara estar solo tanto como ir a mojarse en el mar en aquel momento. Pero lo que lo perturbaba era otra cosa.
Un grupito de gurisas se instaló cerca de ellos. l sintió que eran demasiado cliché, demasiado típicas de esa playa. Pareos al viento, lentes de sol grandotes, apuntes de alguna facultad, pañuelos en el pelo, voces fuertes, porro, y mucho protector solar. Un celular sonó, pero fue ignorado.
Es que había demasiada gente demasiado típica en aquel lugar.
Mas allá estaban sentadas tres parejas, conversando mientras dos de los pibes parafinaban las tablas que habían elegido para las olas de las dos de la tarde, de entre el impresionante quiver que descansaba sobre la arena. Ninguno pensaba usar leash.
Sus amigos arrancaron para la red de volleyball donde pretendían incorporarse al partido que se estaba organizando. Alguno le preguntó si se sumaba, y con desgano respondió que no, gracias.
El quedarse solo lo condenó a media hora de cuidar las cosas, a otra media hora lejos del agua. Se puso la remera, fumó el primer cigarrillo del día, y empezó a jugar con la cámara para pasar el rato.
Pero no lo soportó por mucho tiempo. El mirar a la gente a través del zoom, si bien lo protegía del azul violento que irradiaba el cielo limpio, lo acercaba demasiado a multitud. Y el silencio que dejaron sus amigos se llenaba de las conversaciones de las vecinas y del disco que seguía sonando en el chiringuito. El aire seco también lo alejaba de la orilla, del fresco y del ruido de los barriles que rompían más allá.
«Claro, más vale, andá tranquilo nomás, nosotras te miramos las cosas.»
Trote, pique, ola, oscuridad, frío.
Cuando sacó la cabeza del agua se sentía infinitamente mejor. La temperatura corporal bajaba rápidamente, pero lo que más disfrutaba era el haber desaparecido. Se sabía un lunar en medio de la espuma. Totalmente invisible para el resto de la gente, y aún así, desde arriba de las olas gordas que rompían en la orilla, era capaz de seguir oficiando de Voyeur de aquella puesta en escena social.
Al salir del agua, agradeció a las vecinas, se puso los lentes oscuros, y se alejó unos pasos para secarse al sol mientras trataba de racionalizar esa sensación que ahora sentía ajena. Ese incómodo sentimiento de más temprano, de saberse parte pero sentirse aislado, de querer sentirse aislado, o de querer sentirse parte. Miraba el mar, los pibes de al lado bajaban las olas en el pico con evidente soltura.
El aire, ahora, lo refrescaba.
Sus amigos pasaron a su lado con la intención de mojarse un poco luego del volley. Él sabía que tardarían menos de dos minutos en volver. No le molestaba, pero para los demás el agua era solamente un elemento menor en el verano, mientras para él la arena casi sobraba.
Una promotora le alcanzó un flyer para una fiesta en otra playa, a la puesta de sol. En esa fiesta estaría fresco, no habría terral sino virazón, y el agua sería probablemente un cigarrillo recostado contra una columna, lejos de la luz, pero sería la misma cosa. La playa, el verano, tenían siempre esa mezcla de pertenencia y alienación.
No podía evitarlo, pero tampoco lo intentaba.